martes, 18 de diciembre de 2012

funicular





















Puges enlloc guiat pels vells rails del teu desgast.
T’has fet vell, ningú no ho sap millor que tu.
T’empasses el vapor de la combustió de la teva ràbia i ens mires atent, des del cim de la teva  muntanya que fa anys que no importa a ningú.

Ens mires, i rius.

Rius nerviós i atent, observant el que passa al port del qual ja no transportes gaires coses. Ens  veus equivocar-nos, enfilar les noves rutes i les noves destinacions. Ens mires i rius des de la teva estúpida altitud i altivesa.

Però, mentrestant, al port, ens sabem joves i vius. No volem saber res de les teves caduques quimeres i, a vegades, quan el teu soroll de vagó antic ens fa mirar-te, i et veiem aturat i oxidant-te a l’estació de la teva quimera, sentim pena per tu, que no vas saber com vèncer la teva pròpia joventut quan va ser l’hora.

lunes, 26 de noviembre de 2012

PLOMO

Plomo.
Las piernas se entumecen y pesan los tobillos.
(plomo)
Hartos de gritar, me reclamas la vida.
¡Plomo!
Un viento acompasado me escupe lejos de la orilla,
contra las piedras del acantilado.


Más plomo.


Siento el golpe como una tonelada de agua en la mejilla.


Tú lloras. Yo huyo.


Da igual.
                       Más plomo.


Plomo.



Y ni llueve.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Inicio. Apagar equipo. Apagar. Cerrando sesión.


Sales de la oficina con la misma prisa que quien tiene prisa de verdad, te detienes unos breves segundos en los peldaños finales de la escalera y te pones bien el abrigo, los guantes y el sombrero, y sigues fiel a tu absurda prisa hasta la puerta.

Al salir, el condensado aliento que desprende tu boca te recuerda que no es abril, y que te costará un poco más llegar a la boca del metro por el hielo que se forma en las salidas de agua de algunas casas (más de una vez ya has caído).

Con tus agarrotados y abrigados dedos rebuscas en tu bolso el mp3 y los auriculares, sintonizas ésta emisora de radio que tanto te gusta y que da noticias como “¡hoy parece que la gente se ha puesto de acuerdo para salir a comprar!” y “este fin de semana ¡preparen la paciencia! Se prevén salidas masivas de coches el viernes”, siempre con una impostada alegría del locutor que acabaría con los nervios de cualquiera. De cualquiera menos de ti.

Entras en la estación y el calor repentino te empaña las gafas y te las quitas, pero no ves. Esperas y te las pones de nuevo. Faltan tres minutos para que llegue el metro. Tienes miedo y dudas de mirar el teléfono, pero al final lo sacas del bolso y lo miras, y es verdad: no ha llamado. El metro llega y subes corriendo.

Ya en el vagón, te apresuras a hacer todas las cosas que se te aparecen como posibles: sacas la agenda, miras fechas de cumpleaños de amigos, el día de la cena con tu madre (ya se te olvidaba…), ¡y mañana tienes que recoger el vestido de la lavandería!...  Miras la cartera, recuentas tarjetas, fechas de vencimiento de libros en la biblioteca municipal, y te das cuenta que aún te quedan algunas tiritas, de éstas que llevas por si los tacones, ya se sabe… pero al rato te das cuenta que todo esto que haces es como tu aliento al salir de la oficina: humo congelado. La realidad es otra, y es que no ha llamado.

Quedan dos paradas para llegar, recoges las cosas que has ido sacando de tu infinito bolso y las guardas. Te quitas los auriculares conectados a la radio que, mal sintonizada, seguías escuchando. Recoges las manos una encima de otra, descruzas las piernas y miras en frente, hacia el cristal medio grafiteado del vagón, y de entre las letras del cristal, tu propio reflejo se te aparece como viejo y cansado.

Sales del vagón con la misma prisa que te ha cuasi propulsado durante todo el camino de vuelta a casa. En la calle el frio sigue, y te congela un principio de lagrima que has sabido disimular bien. En lo que te queda de camino a casa, los escaparates luchan para disimular lo evidente, sin conseguirlo.

Llegas al portal y sacas las llaves, es más oscuro que tarde, y eso te anima a subir. Y ya en casa, te evitas en todos los rincones y espejos para no encontrarte con tu propia evidencia y recordarte otra vez, y otra vez: no ha llamado…



viernes, 19 de octubre de 2012

la botiga


Hi ha un lloc que mai ha  començat.

Un lloc ancorat que lluita contra tots els vents del temps.
Un lloc immens amb taulells, cadires i cafè.
I amb magranes a la tardor. I xocolata.

Hi ha un lloc que es un niu. Una cova.

Un lloc on m’amagaria si torna la fam o la guerra.

Un lloc que ens ha vist xerrar, plorar
i barallar-nos.
Caure i tornar a començar.
Fer-nos grans.
I equivocar-nos.

Hi ha un lloc que mai ha començat i que passa la tardor vora l’estufa.
Hi ha un lloc que es casa, un niu.

Hi ha un lloc del que mai se'n pot marxar: la botiga

domingo, 7 de octubre de 2012

la misión


-¡Me la sudan las banderas! – dijo Pablo por enésima vez mientras cerraba su presurizado y escafandrático traje militar.

Pero a mí, más que igual, me daban miedo.

Pablo, como yo, debía ser el segundo hijo varón de alguna familia de clase media endeudada con el Gobierno, y que había pasado, irrevocablemente y a los dieciséis años, a formar parte del cuerpo militar del país.

-¡Me la sudan las banderas! Yo no quiero morir por nada, ni por nadie. –repetía incasablemente mientras entraba en la cúpula de entrenamiento de maniobras.

Sus palabras –aún posibles por el poco tiempo que llevábamos en el cuerpo-, tenían el peligro de ser escuchadas por algún superior, o por algún compañero con más tiempo en el cuerpo, ya completamente aniquilado de todo pensamiento que no fuera la misión.

Pero era tan estúpida y cruel la misión, que el odio que sentíamos todos los recién incorporados (odio que tan sutilmente sabrían reconducir), aún se podía escuchar, con impotencia, en algunas voces.

Nos estaban preparando para la lucha, una lucha entre iguales para la conquista de unas tierras que no nos pertenecían. Cada país, cerrado herméticamente en sí mismo, destinaba buena parte de su dinero (y personas) a esta lucha de abanderados, con el único objetivo de conseguir la posesión de unas tierras inertes e irrespirables. Una maravillosa y global demostración de estupidez, porqué más allá de plantar la bandera en algún planeta, nada más se podía hacer.

Pero allí estábamos, entre otros iguales, Pablo y yo: metidos dentro del traje militar e ingrávidamente pululando por la cúpula mientras tratábamos de acertar la puntería de aquella extraña escopeta espacial.

¡Apunta, dispara! ¡No falles! No falles nunca ¡NUNCA! ¿O no te das cuenta de lo que esto significa para el PAÍS?

Pero no nos dábamos cuenta, porque realmente no significada NADA, aparte de una manera de llenar de ORGULLO vacío a los ciudadanos cómodamente sentados en sus sillones, y que ahora veían desde su casa esta sangrienta y necia lucha como años ha se miraron, dicen, los mundiales de deportes.

Pasados algunos meses de entrenamiento, Pablo, mucho más fuerte y hábil que yo, fue llamado al combate. 

Un nuevo planeta había sido descubierto y se había desatado otra vez la lucha internacional para poner la bandera en su superficie.

La lucha duró tres semanas. Nosotros la seguíamos desde el cuartel.

Y nuestro país ganó.

A la vuelta, la tripulación triunfante fue recibida con todos los honores. Y en la fiesta que se celebró por la noche, Pablo se me acercó y me dijo, feliz:

-¿Lo has visto, verdad? Dime que lo has visto ¡He sido yo quien ha plantado la bandera!

sábado, 1 de septiembre de 2012

Bahía


Y así fue como conocí a María, en esta última y lisonjera ciudad a la que me amarré pasados más de mil viajes. Suave y destilando besos bajo un calor estanco cerca del mar, rezando ahuyentada de las catedrales, colorida y reflejada en las paredes de las casas. Así fue como conocí a María, como si siempre me hubiese estado esperando junto a los barcos y velas viejas, junto a la agobiada lonja.

María me llevaba a cuestas, como si todo yo no fuera más que un lienzo acariciando las paredes y las calles al pasar cogido de su mano, vapor que se expande al caer la noche, sudor permanente en las piernas. María me presentó las más calidas esquinas, las más bulliciosas calles y las más escurridizas carnes. Ella, muda y profunda como el núcleo al nombrar su ciudad o al mirarla desde las más altas peñas, acariciaba mis sueños en su leve apeadero del tiempo.

Su nada era entonces mi casa, mis manjares, mis bebidas somnolientas y mis camas inmóviles en la arena indecisa de su playa. María no me quería, y yo, a mi manera, tampoco: quizá por eso pudimos ver secarse tanta ropa en los agradecidos patios de las casas que habitamos todos los años de aquel entonces. María no me quería, ella sólo podía querer a su ahuecada ciudad y a su bahía. A su Bahía.

Y así fue como conocí Bahía, con esta última y lisonjera mujer a la que me amarré pasados más de mil viajes. Antigua y lejana bajo un calor estanco cerca del mar, altiva en sus catedrales, colorida y extraña. Así fue como conocí Bahía, como si siempre me hubieran estado esperando sus barcos y velas viejas y su agobiada lonja.

Su todo fue entonces mi casa, mis manjares, mis bebidas somnolientas y mis camas inmóviles en las arenas indecisas de sus playas. Bahía no podía quererme, y yo, a mi manera, tampoco: quizá por eso amé a María. La amé como se ama sólo a los quince años, como el seductor sopor de las tardes de verano, como la lluvia. La amé de lejos, desde la ciudad.

Mil veces la toqué desoyendo las calles o paseé deseando tocarla. I mil veces la perdí y la volví a encontrar, como si nunca se hubiera ido y siempre me hubiera estado esperando junto a los barcos y velas viejas. Junto a la agobiada lonja.

Y así, con un calor que enmudecía todos mis centros,  Bahía me llevaba a cuestas, y en sus calles me convertí en vapor que se expande al caer la noche, en sudor permanente en las piernas y en la más escurridiza carne.

martes, 17 de abril de 2012

Sale el sol por la Barceloneta

Aunque las bolsas no pesaban demasiado, se paró un par de veces para mover y desentumecer los dedos de las manos durante los tres tramos que duraban las escaleras hasta la puerta del piso, y antes de sacar las llaves y entrar (y como no había hecho nunca hasta entonces) se frotó las suelas de las botas de ante en el felpudo de los vecinos de enfrente.

Dentro del piso seguía el olor a spray limpiamuebles y lejía: el salón estaba impecable, sólo la grasa y el polvo de la cristalera que daba a la playa de la Barceloneta impedían que el sol de mediodía entrara con la fuerza necesaria para reventar los colores de las flores que había ubicado, para la ocasión, en el centro de la mesa. Dejó las bolsas en la mesa y de ellas sacó un bote limpiacristales, otro de lejía y uno de tres litros de agua destilada. Abrió el bolso antes de colgarlo en una silla, sacó una caja granate de falso terciopelo y la dejó al lado de las flores. Dentro, dos pulidas bolas de esmeralda, brillaban.

Al entrar en la cocina le revolvió el estómago el olor de la nevera desconectada y abierta y en la que aún se podían ver restos de alimentos en sus paredes y sus cajones. No pudo reprimir un amago de náusea. Y de tos. Bebió un vaso de agua y se fue a la habitación, se puso ropa cómoda y tiró a la basura, que estaba al lado de la puerta principal, toda la ropa que se había quitado. Tenía que arreglar muchas cosas antes, y nada debía fallar.

Empezó limpiando la cristalera del salón. La suciedad incrustada durante todos aquellos años no se quitaba sólo con el limpiacristales, así que empapó de vinagre una camiseta y la pasó con fuerza por la cristalera. Luego, y después de aclararla con agua, pasó el producto que había comprado para la ocasión. La luz se vigorizó al entrar al salón, lo que le sugirió que todos los cálculos hechos eran correctos y que, por ese lado, no podía fallar.

Le siguió la limpieza a fondo de cocina, baño y habitación. Todo lo que se encontraba: ropa, cartas, cajas, vajilla, maquillaje, comida… lo tiraba en el cubo de basura de la puerta. Siguió hasta  llenar cuatro bolsas. En el piso, ya limpio, apenas si quedaba nada de sus cosas.

Hizo una última mirada para cerciorarse de que todo estaba tal y como lo había planeado: limpio, vacío y sin rastros. Vació parte de los tres litros del agua destilada en un recipiente para vino que puso en la mesa donde estaban las flores y la caja de las esmeraldas y, al lado, dejó una copa de cristal. Debajo de la mesa, y encima de una plataforma, estaba la bolsa de polvo de mármol que había dejado la noche anterior. 

Por el lado opuesto de la cristalera, donde los edificios le impedían ver nada, un último destello casi sangriento catapultó al sol detrás del cerro.

Se apresuró a bajar, una a una, todas las bolsas llenas de cosas de las que se iba a desprender. Bajó cuatro veces en las que, y siempre antes de volver a entrar al piso, se frotaba los pies en el felpudo de los vecinos. Al subir del último viaje, después de entrar y pasar el cerrojo de dentro, tiró las llaves al water y esperó hasta asegurarse de que el agua las había llevado hasta las tuberías.

Todo, todo perfecto. Casi sublime.

Un último baño. El pelo ya se mantendría siempre rizado. Ni la depilación del día anterior ni la dieta de los dos últimos meses contenían ningún error: Ya podía empezar.

Se desnudó y tiro por la ventana, junto con algunas cosas que se le habían olvidado antes, la ropa y las zapatillas que llevaba puestas. Sacó de debajo de la bolsa de polvo de mármol la plataforma, también de mármol, y la dejó justo dentro de las marcas que días atrás había dibujado en el suelo del salón,  justo al lado de la cristalera.

Encendió cuatro velas para iluminar el salón y apagó la luz. Sólo quedaba la cadena de música que había programado para que sonara repetidamente, durante las siete horas que duraría el proceso, Nothing Else Matters. Encendió la cadena y volvió al lado de la plataforma, la mesa y las flores. La música empezó a sonar.

Subió la bolsa de polvo de mármol a la mesa y se llenó la copa de agua destilada. Abrió la caja de las esmeraldas y las sacó, acariciándolas con cuidado y certificando la perfección de su pulido, de su textura y de su medida. Alzó la copa y después de brindarle a la luna se tragó las esmeraldas una tras otra ayudándose del líquido de la copa. Le dolió la gola, pero al caerle las dos bolas en el estómago se desquició de placer y cerró los ojos. Los volvió a abrir cuando  sonaron de nuevo las guitarras, y miró por la ventana la oscuridad de la luna nueva que no se reflejaba en aquel mar. Bebió otra vez de la copa y abrió el saco de polvo de mármol.

Preparó la mezcla cuidadosamente: vertió la mitad del polvo en el agua destilada que quedaba en el recipiente y lo sacudió circularmente en el aire hasta conseguir la perfecta mezcla de los dos productos. Olía a mármol fresco. Antes de llenarse la copa con el brebaje, con un dedo comprobó su liquidez, y al ver que estaba en el estado idóneo de ingestión, se llenó la copa hasta el borde y se tomó el preparado en tres sorbos que le fueron fáciles de tragar.

Con su desnudez perfeccionada por la media oscuridad del salón subió a la plataforma de mármol al lado de la cristalera. La postura estaba perfectamente estudiada. Empezaría por los pies, ligeramente separados y con el derecho adelantándose al otro y apuntando, de frente, al lado izquierdo de la cristalera. Empezó el efecto: un frío electrizante le paralizó los dedos de los pies y notó como, desde lo más profundo de su piel, se tersaban los músculos, los ligamentos y los huesos. Se enfriaban. Y seguía: sus dos pies, postrados sobre el pedestal, ya eran de mármol, y hasta que el pedrizo frío no le pasara las rodillas, no se podía permitir doblarlas.

Cuando el mármol le llegó al principio de las caderas, habían pasado dos horas y media desde el inicio de la estatuación. En aquel momento tenía que alzar los brazos y mantenerlos arriba, a unos cuarenta grados del rostro, y dejar las manos abiertas y solícitas a todo lo de fuera de la cristalera. Con todas sus fuerzas, aguantó en aquella posición hasta que el mármol le llegó al corazón: notó como se le enfrió la pelvis y como se le convirtieron en roca los ovarios y los intestinos y como la roca en que se le había convertido el estómago empujaba hacia el esófago las dos bolas de esmeralda de su interior. Cuando se le estatuó el corazón, se le congelaron las venas y se le aniquiló toda voluntad. Sus brazos permanecieron en la posición perfecta y su cabeza, ligeramente inclinada hacia el hombro izquierdo, se mantuvo erguida e imponente.

Pasado el corazón, el mármol siguió empujando las esmeraldas por la gola, hacia la cara, por detrás de unos labios perfecta y eternamente sellados, por entre unas orejas tapadas por el estático rizo blanco. Las esmeraldas subieron hasta caerse en el vacío que el mármol había permitido en dónde antes había unos ojos. El mármol acabó de subir hasta inundar toda la frente, hasta juntarse con el mármol de la nuca. Hasta petrificar todos sus rizos.

Las velas seguían quemando y la música sonando. Nada había fallado. Y si todo siguió según el plan, la primera luz del sol que entrara en la Barceloneta se reflejaría en unos ojos esmeralda, sonaría de fondo un último solo de guitarra y, encima de una mesa, se habrían muerto algunas flores.

lunes, 19 de marzo de 2012

lola

Y todo pasó en un bar de pueblo de uno de esos pueblos que sólo tienen bar. Y una parroquia.

Llegó extrañando algún país, ciudad o barrio. Dejó su vespino del mismo color que el cielo aparcado en la puerta. Pidió alguna especie de licor y le sirvieron un coñac. Su juventud rompió entre las paredes de aquel lugar del que los hijos, del que los nietos, se habían ido tiempo atrás.

Don Federico, cigarrillo en boca, se giró. El extraño, desde la barra, también, y se cruzaron una mirada tan intensa como la de los duelos de estas películas del oeste que se veían de fondo los domingos por la tarde en la televisión del bar.

Una lágrima se desprendió de los ojos de Don Federico, mientras miraba al extraño desde el otro extremo del local. Se preguntaba que por qué él, si le había jurado, si le había dicho, tanto tiempo atrás, y desde ahí, desde tan lejos, y tanto, tanto tiempo atrás…

El extraño se levantó y se acercó a Don Federico y éste, olvidando por completo la partida de dominó que tenía entre manos, le dio un beso en la mejilla, y salieron a sentarse en el banco de fuera del bar.

- ¿Cómo puede ser que ahora, y así, igual que entonces, y hace tanto tiempo, regreses aquí? –medio sollozó de emoción y miedo Don Federico mientras agarraba nerviosamente el bastón.

- Uno pasa los años a elección, y ya ves, estoy tan joven y tan muerto como entonces. Y hace tanto tiempo Federico, tienes razón.

- ¿Por qué me haces esto ahora, que ya he aprendido a vivir?

- Quizá has aprendido a vivir, pero te has olvidado de otras cosas, Federico. Ahora quizás ya es tarde, o quizás no. No lo sé. Aquellos eran otros tiempos, yo también los viví.


- Tú lo has dicho: uno pasa los años a elección. Y tú te fuiste, ¿recuerdas?, y yo tuve que seguir desde aquí, sabiendo –porque me lo juraste ¿lo recuerdas también?- que no te volvería a ver jamás. Pero ahora…

- … ahora estoy aquí, como el de entonces. Soy el mismo. Somos los mismos. Los años tampoco cambian tantas cosas: tú, por ejemplo, sólo has envejecido.

Don Federico rompió a llorar. La vida que se había construido sobre los cimientos de arena de sus dudas hechas certezas, se empezaba a derrumbar. Toda una vida olvidando –pensó- para que el más absurdo de los azares te recuerde que no has olvidado absolutamente nada.

- Aún estás a tiempo Federico, ¿te vienes conmigo ahora?

Y en aquel bar de pueblo de uno de aquellos pueblos que sólo tienen bar y una parroquia, Don Federico no volvió jamás.

lunes, 20 de febrero de 2012

agosto

Las luces de Fórmula todavía brillan a pesar del alba y el viento. Tú abres los ojos, aunque el reflejo de una luz en la llanta de un coche te obliga a cerrarlos de nuevo.

Te giras torpemente arrastrando las rodillas por la gravilla, e intentas incorporarte. Las zapatillas se te han desabrochado y los cordones sucios y desfilados se te enredan entre las piernas. Tus rodillas, con gravilla incrustada, te limitan unos pantalones negros y anchos fronterizos, a la vez, con una camiseta también negra donde se lee Extremoduro.

Ya de pie y apoyando la espalda en la puerta del coche que tienes detrás buscas la riñonera, un cigarrillo y el mechero, y empiezas a fumar. El frío de la mañana te agrieta los labios, y se te engancha el cigarrillo y te hace un corte, sin sangre. Un respiro profundo te atraganta el humo, y la tos te provoca el arremolinamiento de una tonelada de arena por tu boca y por tus dientes, y la certeza que si no cierras los ojos, se te caerán.

De lejos oyes las bocinas y la música de los coches con los maleteros abiertos, y te dejas transportar por esa extraña sinfonía, mientras juegas a cavar con el pie un hueco en el suelo.

Las montañas y sus pedrizas empiezan a brillar con el reflejo del primer sol. Fórmula acaba de apagar las luces, y tú miras las montañas, esforzándote para vencer la borrosidad de tus ojos saturados de noche. Luego caminas hacia el muro bajo que delimita el parking y te estiras encima, con una pierna colgando a cada lado y con las rodillas dobladas, dejando caer un poco de la gravilla pegada en ellas.

Las montañas, con su dignidad majestuosa, te empequeñecen, a la vez que una ráfaga de viento fuerte te recuerda que has perdido la sudadera. Tienes frío, pero igualmente cierras los ojos.

Se te cae al suelo la riñonera abierta y las monedas, los cigarrillos y las llaves se mezclan con la gravilla, pero no te das cuenta o no te importa. Sigues estirada en el muro y con los ojos cerrados esperas que el día acabe de instalarse. Mientras, poco a poco, el mundo se deja de mover. Aún no tienes prisa. Es tu primer verano.

domingo, 29 de enero de 2012

...lee el...

1. Amic, al pujar acatem meta, car ajup la cima

2. So mac: iphone. Noh! picamos.

3. Ni le veo como añora roña o moco, Evelin

sábado, 21 de enero de 2012

la sirena

Como antes siempre, la tarde la está esperando.

(de aquellas noches en las que apenas hubo nada ahora no quedaba nada, ni tan siquiera el recuerdo con el que las evoca)

Sola en la arena, sigue el rito que la peina, la maquilla y la desnuda. Sola se reboza acostumbrada a este sitio donde quedara, de un día y para siempre, ya en la arena.

Mientras, y encima de un vasto océano cambiante, el cielo tienta breve y cuidadosamente la calidez del arco iris.

Sola en la arena la tarde la recibe ansiosa y ella, ya peinada, maquillada y desnuda, se ofrece solícita a los tornasoles de su infinidad. Ni a lo lejos parece que las piedras se inmutan; no parece, ni a lo lejos, que los barcos esquivan oleajes azarosos por culpa de una mala luna.

Casi en un rezo, se revuelca de un lado a otro de la costa (lejos quedaron ya los días de los pescadores) sin saber que es lo que añora.

Solo sabe que se peina y se maquilla, y que hubo otras noches.

Encima de sus pardos ojos ningún desvarío estelar le ofrece el consuelo que no pide (aunque de espaldas a la costa es cuando parece que más ansia, pero no tanto, y mucho menos, no tanto como entonces)

Se revuelca mil veces por la arena como si le hubieran jurado que está loca y pasa el resto de la noche destruyendo estrella a estrella el horizonte.