Sales de la oficina con la misma prisa que quien tiene prisa de verdad, te
detienes unos breves segundos en los peldaños finales de la escalera y te pones
bien el abrigo, los guantes y el sombrero, y sigues fiel a tu absurda prisa hasta
la puerta.
Al salir, el condensado aliento que desprende tu boca te recuerda que no es
abril, y que te costará un poco más llegar a la boca del metro por el hielo que
se forma en las salidas de agua de algunas casas (más de una vez ya has caído).
Con tus agarrotados y abrigados dedos rebuscas en tu bolso el mp3 y los
auriculares, sintonizas ésta emisora de radio que tanto te gusta y que da
noticias como “¡hoy parece que la gente
se ha puesto de acuerdo para salir a comprar!” y “este fin de semana ¡preparen la paciencia! Se prevén salidas masivas
de coches el viernes”, siempre con una impostada alegría del locutor que
acabaría con los nervios de cualquiera. De cualquiera menos de ti.
Entras en la estación y el calor repentino te empaña las gafas y te las
quitas, pero no ves. Esperas y te las pones de nuevo. Faltan tres minutos para
que llegue el metro. Tienes miedo y dudas de mirar el teléfono, pero al final
lo sacas del bolso y lo miras, y es verdad: no ha llamado. El metro llega y
subes corriendo.
Ya en el vagón, te apresuras a hacer todas las cosas que se te aparecen
como posibles: sacas la agenda, miras fechas de cumpleaños de amigos, el día de
la cena con tu madre (ya se te olvidaba…), ¡y mañana tienes que recoger el vestido
de la lavandería!... Miras la cartera,
recuentas tarjetas, fechas de vencimiento de libros en la biblioteca municipal,
y te das cuenta que aún te quedan algunas tiritas, de éstas que llevas por si
los tacones, ya se sabe… pero al rato te das cuenta que todo esto que haces es
como tu aliento al salir de la oficina: humo congelado. La realidad es otra, y
es que no ha llamado.
Quedan dos paradas para llegar, recoges las cosas que has ido sacando de tu
infinito bolso y las guardas. Te quitas los auriculares conectados a la radio
que, mal sintonizada, seguías escuchando. Recoges las manos una encima de otra,
descruzas las piernas y miras en frente, hacia el cristal medio grafiteado del
vagón, y de entre las letras del cristal, tu propio reflejo se te aparece como
viejo y cansado.
Sales del vagón con la misma prisa que te ha cuasi propulsado durante todo
el camino de vuelta a casa. En la calle el frio sigue, y te congela un
principio de lagrima que has sabido disimular bien. En lo que te queda de
camino a casa, los escaparates luchan para disimular lo evidente, sin
conseguirlo.
Llegas al portal y sacas las llaves, es más oscuro que tarde, y eso te
anima a subir. Y ya en casa, te evitas en todos los rincones y espejos para no
encontrarte con tu propia evidencia y recordarte otra vez, y otra vez: no ha
llamado…