lunes, 26 de noviembre de 2012

PLOMO

Plomo.
Las piernas se entumecen y pesan los tobillos.
(plomo)
Hartos de gritar, me reclamas la vida.
¡Plomo!
Un viento acompasado me escupe lejos de la orilla,
contra las piedras del acantilado.


Más plomo.


Siento el golpe como una tonelada de agua en la mejilla.


Tú lloras. Yo huyo.


Da igual.
                       Más plomo.


Plomo.



Y ni llueve.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Inicio. Apagar equipo. Apagar. Cerrando sesión.


Sales de la oficina con la misma prisa que quien tiene prisa de verdad, te detienes unos breves segundos en los peldaños finales de la escalera y te pones bien el abrigo, los guantes y el sombrero, y sigues fiel a tu absurda prisa hasta la puerta.

Al salir, el condensado aliento que desprende tu boca te recuerda que no es abril, y que te costará un poco más llegar a la boca del metro por el hielo que se forma en las salidas de agua de algunas casas (más de una vez ya has caído).

Con tus agarrotados y abrigados dedos rebuscas en tu bolso el mp3 y los auriculares, sintonizas ésta emisora de radio que tanto te gusta y que da noticias como “¡hoy parece que la gente se ha puesto de acuerdo para salir a comprar!” y “este fin de semana ¡preparen la paciencia! Se prevén salidas masivas de coches el viernes”, siempre con una impostada alegría del locutor que acabaría con los nervios de cualquiera. De cualquiera menos de ti.

Entras en la estación y el calor repentino te empaña las gafas y te las quitas, pero no ves. Esperas y te las pones de nuevo. Faltan tres minutos para que llegue el metro. Tienes miedo y dudas de mirar el teléfono, pero al final lo sacas del bolso y lo miras, y es verdad: no ha llamado. El metro llega y subes corriendo.

Ya en el vagón, te apresuras a hacer todas las cosas que se te aparecen como posibles: sacas la agenda, miras fechas de cumpleaños de amigos, el día de la cena con tu madre (ya se te olvidaba…), ¡y mañana tienes que recoger el vestido de la lavandería!...  Miras la cartera, recuentas tarjetas, fechas de vencimiento de libros en la biblioteca municipal, y te das cuenta que aún te quedan algunas tiritas, de éstas que llevas por si los tacones, ya se sabe… pero al rato te das cuenta que todo esto que haces es como tu aliento al salir de la oficina: humo congelado. La realidad es otra, y es que no ha llamado.

Quedan dos paradas para llegar, recoges las cosas que has ido sacando de tu infinito bolso y las guardas. Te quitas los auriculares conectados a la radio que, mal sintonizada, seguías escuchando. Recoges las manos una encima de otra, descruzas las piernas y miras en frente, hacia el cristal medio grafiteado del vagón, y de entre las letras del cristal, tu propio reflejo se te aparece como viejo y cansado.

Sales del vagón con la misma prisa que te ha cuasi propulsado durante todo el camino de vuelta a casa. En la calle el frio sigue, y te congela un principio de lagrima que has sabido disimular bien. En lo que te queda de camino a casa, los escaparates luchan para disimular lo evidente, sin conseguirlo.

Llegas al portal y sacas las llaves, es más oscuro que tarde, y eso te anima a subir. Y ya en casa, te evitas en todos los rincones y espejos para no encontrarte con tu propia evidencia y recordarte otra vez, y otra vez: no ha llamado…