-¡Me la sudan las banderas! – dijo Pablo por
enésima vez mientras cerraba su presurizado y escafandrático traje militar.
Pero a mí, más que igual, me daban miedo.
Pablo, como yo, debía ser el segundo hijo
varón de alguna familia de clase media endeudada con el Gobierno, y que había
pasado, irrevocablemente y a los dieciséis años, a formar parte del cuerpo
militar del país.
-¡Me la sudan las banderas! Yo no quiero
morir por nada, ni por nadie. –repetía incasablemente mientras entraba en la
cúpula de entrenamiento de maniobras.
Sus palabras –aún posibles por el poco tiempo
que llevábamos en el cuerpo-, tenían el peligro de ser escuchadas por algún
superior, o por algún compañero con más tiempo en el cuerpo, ya completamente aniquilado
de todo pensamiento que no fuera la misión.
Pero era tan estúpida y cruel la misión, que
el odio que sentíamos todos los recién incorporados (odio que tan sutilmente
sabrían reconducir), aún se podía escuchar, con impotencia, en algunas voces.
Nos estaban preparando para la lucha, una
lucha entre iguales para la conquista de unas tierras que no nos pertenecían.
Cada país, cerrado herméticamente en sí mismo, destinaba buena parte de su
dinero (y personas) a esta lucha de abanderados, con el único objetivo de
conseguir la posesión de unas tierras inertes e irrespirables. Una maravillosa
y global demostración de estupidez, porqué más allá de plantar la bandera en algún
planeta, nada más se podía hacer.
Pero allí estábamos, entre otros iguales,
Pablo y yo: metidos dentro del traje militar e ingrávidamente pululando por la
cúpula mientras tratábamos de acertar la puntería de aquella extraña escopeta
espacial.
¡Apunta, dispara! ¡No falles! No falles nunca
¡NUNCA! ¿O no te das cuenta de lo que esto significa para el PAÍS?
Pero no nos dábamos cuenta, porque realmente
no significada NADA, aparte de una manera de llenar de ORGULLO vacío a los
ciudadanos cómodamente sentados en sus sillones, y que ahora veían desde su
casa esta sangrienta y necia lucha como años ha se miraron, dicen, los mundiales
de deportes.
Pasados algunos meses de entrenamiento,
Pablo, mucho más fuerte y hábil que yo, fue llamado al combate.
Un nuevo
planeta había sido descubierto y se había desatado otra vez la lucha
internacional para poner la bandera en su superficie.
La lucha duró tres semanas. Nosotros la
seguíamos desde el cuartel.
Y nuestro país ganó.
A la vuelta, la tripulación triunfante fue
recibida con todos los honores. Y en la fiesta que se celebró por la noche,
Pablo se me acercó y me dijo, feliz:
-¿Lo
has visto, verdad? Dime que lo has visto ¡He sido yo quien ha plantado la
bandera!