viernes, 19 de octubre de 2012

la botiga


Hi ha un lloc que mai ha  començat.

Un lloc ancorat que lluita contra tots els vents del temps.
Un lloc immens amb taulells, cadires i cafè.
I amb magranes a la tardor. I xocolata.

Hi ha un lloc que es un niu. Una cova.

Un lloc on m’amagaria si torna la fam o la guerra.

Un lloc que ens ha vist xerrar, plorar
i barallar-nos.
Caure i tornar a començar.
Fer-nos grans.
I equivocar-nos.

Hi ha un lloc que mai ha començat i que passa la tardor vora l’estufa.
Hi ha un lloc que es casa, un niu.

Hi ha un lloc del que mai se'n pot marxar: la botiga

domingo, 7 de octubre de 2012

la misión


-¡Me la sudan las banderas! – dijo Pablo por enésima vez mientras cerraba su presurizado y escafandrático traje militar.

Pero a mí, más que igual, me daban miedo.

Pablo, como yo, debía ser el segundo hijo varón de alguna familia de clase media endeudada con el Gobierno, y que había pasado, irrevocablemente y a los dieciséis años, a formar parte del cuerpo militar del país.

-¡Me la sudan las banderas! Yo no quiero morir por nada, ni por nadie. –repetía incasablemente mientras entraba en la cúpula de entrenamiento de maniobras.

Sus palabras –aún posibles por el poco tiempo que llevábamos en el cuerpo-, tenían el peligro de ser escuchadas por algún superior, o por algún compañero con más tiempo en el cuerpo, ya completamente aniquilado de todo pensamiento que no fuera la misión.

Pero era tan estúpida y cruel la misión, que el odio que sentíamos todos los recién incorporados (odio que tan sutilmente sabrían reconducir), aún se podía escuchar, con impotencia, en algunas voces.

Nos estaban preparando para la lucha, una lucha entre iguales para la conquista de unas tierras que no nos pertenecían. Cada país, cerrado herméticamente en sí mismo, destinaba buena parte de su dinero (y personas) a esta lucha de abanderados, con el único objetivo de conseguir la posesión de unas tierras inertes e irrespirables. Una maravillosa y global demostración de estupidez, porqué más allá de plantar la bandera en algún planeta, nada más se podía hacer.

Pero allí estábamos, entre otros iguales, Pablo y yo: metidos dentro del traje militar e ingrávidamente pululando por la cúpula mientras tratábamos de acertar la puntería de aquella extraña escopeta espacial.

¡Apunta, dispara! ¡No falles! No falles nunca ¡NUNCA! ¿O no te das cuenta de lo que esto significa para el PAÍS?

Pero no nos dábamos cuenta, porque realmente no significada NADA, aparte de una manera de llenar de ORGULLO vacío a los ciudadanos cómodamente sentados en sus sillones, y que ahora veían desde su casa esta sangrienta y necia lucha como años ha se miraron, dicen, los mundiales de deportes.

Pasados algunos meses de entrenamiento, Pablo, mucho más fuerte y hábil que yo, fue llamado al combate. 

Un nuevo planeta había sido descubierto y se había desatado otra vez la lucha internacional para poner la bandera en su superficie.

La lucha duró tres semanas. Nosotros la seguíamos desde el cuartel.

Y nuestro país ganó.

A la vuelta, la tripulación triunfante fue recibida con todos los honores. Y en la fiesta que se celebró por la noche, Pablo se me acercó y me dijo, feliz:

-¿Lo has visto, verdad? Dime que lo has visto ¡He sido yo quien ha plantado la bandera!