martes, 17 de abril de 2012

Sale el sol por la Barceloneta

Aunque las bolsas no pesaban demasiado, se paró un par de veces para mover y desentumecer los dedos de las manos durante los tres tramos que duraban las escaleras hasta la puerta del piso, y antes de sacar las llaves y entrar (y como no había hecho nunca hasta entonces) se frotó las suelas de las botas de ante en el felpudo de los vecinos de enfrente.

Dentro del piso seguía el olor a spray limpiamuebles y lejía: el salón estaba impecable, sólo la grasa y el polvo de la cristalera que daba a la playa de la Barceloneta impedían que el sol de mediodía entrara con la fuerza necesaria para reventar los colores de las flores que había ubicado, para la ocasión, en el centro de la mesa. Dejó las bolsas en la mesa y de ellas sacó un bote limpiacristales, otro de lejía y uno de tres litros de agua destilada. Abrió el bolso antes de colgarlo en una silla, sacó una caja granate de falso terciopelo y la dejó al lado de las flores. Dentro, dos pulidas bolas de esmeralda, brillaban.

Al entrar en la cocina le revolvió el estómago el olor de la nevera desconectada y abierta y en la que aún se podían ver restos de alimentos en sus paredes y sus cajones. No pudo reprimir un amago de náusea. Y de tos. Bebió un vaso de agua y se fue a la habitación, se puso ropa cómoda y tiró a la basura, que estaba al lado de la puerta principal, toda la ropa que se había quitado. Tenía que arreglar muchas cosas antes, y nada debía fallar.

Empezó limpiando la cristalera del salón. La suciedad incrustada durante todos aquellos años no se quitaba sólo con el limpiacristales, así que empapó de vinagre una camiseta y la pasó con fuerza por la cristalera. Luego, y después de aclararla con agua, pasó el producto que había comprado para la ocasión. La luz se vigorizó al entrar al salón, lo que le sugirió que todos los cálculos hechos eran correctos y que, por ese lado, no podía fallar.

Le siguió la limpieza a fondo de cocina, baño y habitación. Todo lo que se encontraba: ropa, cartas, cajas, vajilla, maquillaje, comida… lo tiraba en el cubo de basura de la puerta. Siguió hasta  llenar cuatro bolsas. En el piso, ya limpio, apenas si quedaba nada de sus cosas.

Hizo una última mirada para cerciorarse de que todo estaba tal y como lo había planeado: limpio, vacío y sin rastros. Vació parte de los tres litros del agua destilada en un recipiente para vino que puso en la mesa donde estaban las flores y la caja de las esmeraldas y, al lado, dejó una copa de cristal. Debajo de la mesa, y encima de una plataforma, estaba la bolsa de polvo de mármol que había dejado la noche anterior. 

Por el lado opuesto de la cristalera, donde los edificios le impedían ver nada, un último destello casi sangriento catapultó al sol detrás del cerro.

Se apresuró a bajar, una a una, todas las bolsas llenas de cosas de las que se iba a desprender. Bajó cuatro veces en las que, y siempre antes de volver a entrar al piso, se frotaba los pies en el felpudo de los vecinos. Al subir del último viaje, después de entrar y pasar el cerrojo de dentro, tiró las llaves al water y esperó hasta asegurarse de que el agua las había llevado hasta las tuberías.

Todo, todo perfecto. Casi sublime.

Un último baño. El pelo ya se mantendría siempre rizado. Ni la depilación del día anterior ni la dieta de los dos últimos meses contenían ningún error: Ya podía empezar.

Se desnudó y tiro por la ventana, junto con algunas cosas que se le habían olvidado antes, la ropa y las zapatillas que llevaba puestas. Sacó de debajo de la bolsa de polvo de mármol la plataforma, también de mármol, y la dejó justo dentro de las marcas que días atrás había dibujado en el suelo del salón,  justo al lado de la cristalera.

Encendió cuatro velas para iluminar el salón y apagó la luz. Sólo quedaba la cadena de música que había programado para que sonara repetidamente, durante las siete horas que duraría el proceso, Nothing Else Matters. Encendió la cadena y volvió al lado de la plataforma, la mesa y las flores. La música empezó a sonar.

Subió la bolsa de polvo de mármol a la mesa y se llenó la copa de agua destilada. Abrió la caja de las esmeraldas y las sacó, acariciándolas con cuidado y certificando la perfección de su pulido, de su textura y de su medida. Alzó la copa y después de brindarle a la luna se tragó las esmeraldas una tras otra ayudándose del líquido de la copa. Le dolió la gola, pero al caerle las dos bolas en el estómago se desquició de placer y cerró los ojos. Los volvió a abrir cuando  sonaron de nuevo las guitarras, y miró por la ventana la oscuridad de la luna nueva que no se reflejaba en aquel mar. Bebió otra vez de la copa y abrió el saco de polvo de mármol.

Preparó la mezcla cuidadosamente: vertió la mitad del polvo en el agua destilada que quedaba en el recipiente y lo sacudió circularmente en el aire hasta conseguir la perfecta mezcla de los dos productos. Olía a mármol fresco. Antes de llenarse la copa con el brebaje, con un dedo comprobó su liquidez, y al ver que estaba en el estado idóneo de ingestión, se llenó la copa hasta el borde y se tomó el preparado en tres sorbos que le fueron fáciles de tragar.

Con su desnudez perfeccionada por la media oscuridad del salón subió a la plataforma de mármol al lado de la cristalera. La postura estaba perfectamente estudiada. Empezaría por los pies, ligeramente separados y con el derecho adelantándose al otro y apuntando, de frente, al lado izquierdo de la cristalera. Empezó el efecto: un frío electrizante le paralizó los dedos de los pies y notó como, desde lo más profundo de su piel, se tersaban los músculos, los ligamentos y los huesos. Se enfriaban. Y seguía: sus dos pies, postrados sobre el pedestal, ya eran de mármol, y hasta que el pedrizo frío no le pasara las rodillas, no se podía permitir doblarlas.

Cuando el mármol le llegó al principio de las caderas, habían pasado dos horas y media desde el inicio de la estatuación. En aquel momento tenía que alzar los brazos y mantenerlos arriba, a unos cuarenta grados del rostro, y dejar las manos abiertas y solícitas a todo lo de fuera de la cristalera. Con todas sus fuerzas, aguantó en aquella posición hasta que el mármol le llegó al corazón: notó como se le enfrió la pelvis y como se le convirtieron en roca los ovarios y los intestinos y como la roca en que se le había convertido el estómago empujaba hacia el esófago las dos bolas de esmeralda de su interior. Cuando se le estatuó el corazón, se le congelaron las venas y se le aniquiló toda voluntad. Sus brazos permanecieron en la posición perfecta y su cabeza, ligeramente inclinada hacia el hombro izquierdo, se mantuvo erguida e imponente.

Pasado el corazón, el mármol siguió empujando las esmeraldas por la gola, hacia la cara, por detrás de unos labios perfecta y eternamente sellados, por entre unas orejas tapadas por el estático rizo blanco. Las esmeraldas subieron hasta caerse en el vacío que el mármol había permitido en dónde antes había unos ojos. El mármol acabó de subir hasta inundar toda la frente, hasta juntarse con el mármol de la nuca. Hasta petrificar todos sus rizos.

Las velas seguían quemando y la música sonando. Nada había fallado. Y si todo siguió según el plan, la primera luz del sol que entrara en la Barceloneta se reflejaría en unos ojos esmeralda, sonaría de fondo un último solo de guitarra y, encima de una mesa, se habrían muerto algunas flores.